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Por Matías Díaz

Yacía la calma de un domingo por la siesta. Una mirada pérdida y fragmentada por unas rejas que cercenaban el estiramiento, a causa de la modorra, de esa y otras ventanas. Épocas de inseguridad, ¿vió? Las dificultades de conciliar el sueño. Aunque el descanso se adueñaba de cada una de las personas de ese complejo. O al menos eso parecía por los pocos pasos, las distintas persianas abrazándose ante un sol de invierno y el ruido que bostezaba para luego callarse. Solo unos pibes allá a lo lejos con una pelota mareada que iba y venía. Parecían desafiarse en quién convertía primero un gol de arco a arco. El eterno desafío de superarse con la pelota y sentir que ese ídolo es tan sólo una continuidad de uno mismo. La consecuencia de la pelota llena de barro y algo desinflada.

La ausencia. La falta. El extrañamiento.  Lo que falta. Aquello que se sabe adentro pero está tan adentro que es imposible adentrarse tanto. Sentía un hueco aunque veía una continuidad de carne y deseo sobre una cama cucheta.  La soledad.

Creernos completos, sabiéndonos carentes. El yo que no es yo sino está esa parte. Y dejamos de ser yo para ser algo distinto. Algo en plural. Lo singular de la soledad. Y en el calendario siempre el domingo se pone la camiseta del referí, pero no la de cualquier árbitro, sino aquel que no deja jugar, corta todo avance y en cualquier momento te termina rajando. Chau.

Jugar, avanzar, rajar y chau. ¡Qué ganas de ir a la cancha! Y sí, era domingo. Acaso, ¿quién no quiere ir a la cancha en el último día del finde? Es la misa para los creyentes de la transpiración, el vino con humo y la canción. Así, sin escapatoria, sin Dios ni suplicio. Difícil. No hay reemplazo y mucho menos cuando va cayendo el sol y el lunes empieza a meter el hocico. Es como un amor en duelo; tiempo de “descanso” en la pareja. ¿Se puede descansar en el sentimiento?

Dame fútbol dominguero. No me chamuyes con la espera, ni me prometan que se viene un campañón. Campeón, lo que quiero es ir a la cancha. Escuchame, he visto pasar cada uno por mi club. Fin de semana tras fin de semana íbamos con sed de goles y nos volvíamos deshidratados con la frente pálida. Pero, porfeados del sentir, regresábamos con una botella cortada por la mitad con aspiraciones a ver algo digno del Águila y la Coca pero nos chupábamos y sin embargo seguían jugando horrible.  Pucha, y eso que cantábamos una y otra vez. La garganta rota, sin un mango y un gol partido al medio, volviendo en un bondi lleno pero feliz más allá del resultado. Atrás de toda tristeza se esconde un caprichoso placer.

Pasó otro domingo. Uno más sin fútbol. Otro más con la paciencia en posición adelantada. Mientras cada siete días, cuando ya vi a los viejos, me siento encadenado en la habitación. Al futbolero los resultados, la falta de refuerzos, el desmerecimiento a los juveniles, la corrupción, el aumento de la cuota, el descenso no le afectan tanto como no poder ir al estadio un domingo cada 15 días. La ausencia. El grito atragantado. Los abrazos acumulados. Los besos de prepo a una camiseta de cábala que no se replican en ningún otro lugar. ¿Adónde van las miradas al cielo enorme, el recuerdo que tienen esas escaleras, las discusiones en vano por un DT que no cambia? Seguramente se desmarca de este aburrimiento y nos espera a todos el domingo. Este domingo o el otro. Pero tiene que ser domingo con todas las letras. Con toda la gente. Con canciones. Con fútbol.

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