El Albiazul empató sin goles ante el Tatengue y depende de una hazaña para arrebatarle el título a River.
El clima en el Kempes parece ser el habitual, pero no lo es. La gente llegaba con ese bellísimo nerviosismo de saber que el sueño es difícil, pero no imposible. «A Talleres nunca hay que darlo por muerto» me comenta un veterano hincha que ha visto pasar a su equipo por las peores, y más complicadas, canchas del país rezando la misma frase sin dudar.
La “T” fue garra y corazón, pero no fue fútbol. Los nervios de la tribuna cayeron junto con la llovizna en el terreno de juego. Pero con un Herrera iluminado y un Villagra inspirado algo tenía que salir.
La primera mitad se paso rápido entre fricciones y silbatinas de Nicolás Lamolina, el árbitro del encuentro. Dos buenos disparos de Unión que nos dejaron la postales de siempre, a Guido Herrera sacando pelotas difíciles y un revoleo de Santos por encima del travesaño fue lo más destacado de un primer tiempo flojo.
Pero ojo, el segundo no fue mejor. Nervios y más nervios. Poco pelota, muchas faltas. La primera división se tiñó de Federal A. Estoy seguro de que aquel señor mayor se le plantó una lágrima de nostalgia.
Después de un error del arquero Moyano, que quiso despejar con Corvalán de frente, termino dejándole el arco libre a Nahuel Bustos que tiro por encima del arco esos goles que no erra nunca. El partido era así, cómo si Bustos fuera Sáez y como si el equipo de Santa Fe fuera el de Sunchales.
La lluvia no dejo de caer y los centros tampoco. El Matador no quería que el encuentro se termine, pero el Tatengue sí. Y Lamolina también.
Puede ser que el equipo de Javier Gandolfi haya dejado escapar el campeonato, pero nunca dejará de pelear. Cómo lo hizo aquella noche de domingo cuando el hincha no dejo de alentar para ganarle a Unión (de Aconquija) para poder definir el torneo en la última fecha. Cómo lo hace Talleres desde que volvió, siempre con un paso adelante pero sin dejar de recordar los que dio atrás.