A destiempo
La Barcelona del Negro Rodríguez
Dedicado a José Ademan Rodríguez
Desde la estación de Sants hasta Sant Andreu combinando líneas del metro, me preguntaba cómo lo iba a ubicar al Negro.
Sabía que su piso estaba a pocos metros de la boca del subterráneo, pero ese barrio entre burgués y laburante tiene veinte edificios de cincuenta departamentos por cuadra.
Sin embargo la presunción del argento no falla. Donde preguntar por el Negro si no en un bar. No hay bodegón de Barcelona, desde el barrio gótico hasta el mercado central, del estadio olímpico hasta el Camp Nou que el Negro no haya recorrido.
Está claro que José Ademan Rodríguez fue el argentino más conocido y querido de Catalunya hasta la llegada de Lionel Messi. La Pulga le quitó el título que ni el propio Diego Armando Maradona pudo arrebatarle un par de décadas antes.
Era temprano y en vísperas de Sant Joan. La capital catalana estaba más bella que nunca. Entre las luces del veranito económico de comienzos de los dosmiles y el fulgor del sol de junio, Barcelona postulaba para podio de las mejores ciudades del mundo.
Caminé como si conociera, como si hiciera una vida y no una hora que estaba por esas avenidas. Lo hice con tanto olfato que desde la ochava de la estación encaré para el medio de la misma mano donde estaba la casa del Negro. Pregunté en un Cyber y la ecuatoriana que me atendió me dijo que dentistas y psicólogos argentinos hay tantos como parias laburantes de su país.
El Negro es odontólogo y partió para España como muchos en los setenta. Su especialidad y la psicología que es más argentina que freudiana, llenaron de compatriotas la península.
Un poco desorientado cruce a un comedorcito de esos que se parecen a los de las peatonales argentinas y allí no dudaron. “Tú buscas al Negro Rodríguez”, preguntó el mozo con una sonrisa que lo condenaba. “vive en un piso aquí en frente, anoche cerró nuestra casa entre cañas y tangos a capela junto a su amigo el Zurdo”.
Encontrar al Negro en Barcelona es como encontrar un oasis, una brújula, un guía de turismo all inclusive. Porque José no te deja meter la mano al bolsillo y nunca se fija si la cuenta tiene saldo. Tiene resto porque trabajó cincuenta años para eso. Tiene suela porque los arrabales del mundo son su mundo y no se cansa de caminarlos. Los linyeras, los lustrines, los diarieros y los vendedores de lotería son sus mejores amigos, también algún que otro vendedor de sueños como éste.
Así me crucé y toqué el portero, él bajó silbando La Cumparsita como si estuviese esperándome en el departamento de la Vivi de la calle San Jerónimo del centro de Córdoba. Me estaba esperando, aunque no sabía a qué hora llegaba. Ya tenía la hoja de ruta. Era un itinerario para una vida y yo me quedaba solo una semana.
No dejamos chiringuito con cerveza. El Negro le bailó el tango a cuanta gringa se cruzaba eclipsando con su gracia, al nudista pijudo de la villa Olímpica que pasaba haciendo pendular su grandilocuencia sin mayor suceso.
(Dos ojos celestes se posaron en la insignificancia…)
El Zurdo fue la figura del viaje a Sitges. A lo Marcel Marceau sedujo, a pura pantomima, al travesti divinísimo de uno ochenta, rubio y ojos de mar. El Negro la rompió a la vuelta. Le paró el reloj al vagón entero y transformó al tren en un teatro. Se mandó un recitado memorable de la Balada para un loco.
La gente aplaudía y comentaba la obra del Negro en una babel sobre las vías. Ingleses, franceses, alemanes entre otras tonadas se escuchaban admiradas de la musicalidad de la voz de José, porque aunque no entendieran la poesía como la mayoría del convoy el fraseo goyenecheano llenaba de de melodía la tarde. Tenía razón el Negro. Esa semana fue una vida. No faltó nada. Fue eterno y etéreo. Ritual y mundana.
Entre los berberechos y el jamón del país. Entre el susurro del Zurdo y el canto francés del Oli. Entre las gambas frescas y las gambetas futboleras de mis zapatos flamantes de polvo de luna. Entre las truchas con manteca y las cañas en lo de la negra de la otra cuadra. Entre las sardinas a la plancha y el agua azul del mediterráneo. Entre los cavas y los fogones de Sant Joan. Entre la magia de la ciudad y la nostalgia de los compatriotas, se me hace religión aquel recuerdo. Un ritual sin templo, más bello que la Sagrada Familia de Gaudi.